Jóvenes
cuentan cómo lograron salir de adicciones y la delincuencia. Inspiraron nuevo
conservatorio.A los diez años, Cristian Sánchez dejó de ir a su colegio en
Ciudad Bolívar para pasar horas echando monedas en las máquinas de tienda.Pidió
limosna y robó dinero que su madre dejaba para el diario de una familia de
cinco que nunca tuvo papá. Las horas de soledad eran demasiado duras para
alejarse de ese mundo de ficción de guerreros y marcianos. Era un adicto al
juego y su madre, aseadora en casas de familia, sintió que se le salió de las
manos el día que pasaron las horas y nunca llegó.Al mismo tiempo, Víctor
Valaci, de la misma edad, se hastiaba de horas encerrado, sin hablar, sin
papás. Cuenta que un día salió de su casa a navegar por el asfalto hasta que la
corriente lo arrastró a la ‘L’ del Bronx. “Me atrajo la gente tirada en la
calle, los gamines y las cosas raras que pasaban en ese lugar”, contó.Nunca fue
víctima del hampa ni de los vicios y disfrutada de pasar horas sentado en el
andén escuchando las historias de sus amigos, “los gamines”, hasta que llegó a
confundirse entre las caras idas y ojerosas y los andrajos de ese lugar.Ocho
años después, las cosas han cambiado. Ambos entraban por una diminuta puerta
sobre la avenida Caracas de un viejo edificio. A los tres pasos de la entrada,
una mezcla de sonidos cambió los estruendosos ruidos de la ciudad en caos.
Decenas de jóvenes, aferrados a sus instrumentos, practicaban una y otra vez melodiosos
sonidos.Era la sede provisional del conservatorio La Favorita, en donde
talentos como Cristian y Víctor les dan un nuevo sentido a sus vidas. Estudian
para ser músicos.A ese punto llegaron luego de haber vivido un proceso de
recuperación de años que comenzó con la mano amiga del padre Javier de Nicoló,
en ese entonces, director del Idiprón y continuó con las sucesivas
direcciones.Hoy, ya recuperados, contaron que de niños llegaron al Patio de la
12, una de las casas de la entidad a comenzar su proceso. “Yo era un gamín. El
padre me vio hablando con un desechable. Me dijo que si quería irme de paseo y
como buen turista le hice caso”, contó Víctor. Él era una pluma en vaivén que
se dejaba llevar cuando alguien lo escuchaba.Cristian, en cambio, fue llevado
por su propia mamá al lugar, impotente y sin saber cómo manejar su adicción. A
él, Nicoló lo montó en un camión y lo llevó a Acandí (Chocó). Durante dos años
y medio vio cómo niños de cicatrices y tatuajes se desintoxicaban hasta
transformarse. “Me impresionó un pelao que tenía una raja en el estómago. Luego
lo vi bañado y con ropa nueva. Era otra persona”, contó. A los 13 años volvió a
Bogotá. “Vi otra vez a mi mamá. Me abrazaba, me besaba, fue muy emocionante”,
contó.En internado, Cristian aprendió origami, japonés y en poco tiempo se
deslizó por el aprendizaje de la música, lo mismo que Víctor, aun cuando había
momentos en los que querían salir corriendo a las calles.Los dos fueron
educados por músicos profesionales que los enamoraban de la vida y las notas
musicales, a tal punto, que decidieron quedarse para siempre al lado de sus
instrumentos: Cristian con el trombón y Víctor con la flauta. El día de la
entrevista aguardaban en unas escaleras sus turnos para ser evaluados por un
grupo de profesores. Estilo reality show, los hacían pasar y entonar varias
piezas.No fue fácil, las críticas no se hicieron esperar. “Cristian, tú amas la
música. Sabemos que te escapas a tocar el piano, pero te hace falta estudiar
qué es lo que estás interpretando o quién la toca”, le decía uno de los
maestros. Al final le fue bien en la evaluación, pero no lo suficiente para que
bajara la guardia.Así trascurren los días de estos dos jóvenes y de muchos
otros con historias similares.Santiago López nunca estudió. Vivía en Bella
Flor, en Ciudad Bolívar. Su madre sostenía a la familia vendiendo flores. Se le
pasó la vida jugando fútbol y ‘tarrito quemado’. A los 12 años ingresó al
Idiprón. Casi no lo reciben, porque no era vicioso. Contó que habían matado a
su papá en un accidente de tránsito, y por eso entró. Así llegó a la Casa La
Arcadia. Santiago es el primero de su familia que termina el bachillerato y el
primero que podrá entrar a la universidad. Ya lo aceptaron en la Distrital.
“Ahora mi mamá está orgullosa de mí”, dijo sosteniendo un saxofón en sus
manos.Habrá conservatorio para estos niñosSegún José Miguel Sánchez Giraldo,
actual director del Idiprón, la construcción de un conservatorio de música
sinfónica para los niños y jóvenes de Bogotá es un hecho. Aseguró que está por
terminarse en la calle 18 con carrera 17. “Vamos en el 70 por ciento de la
obra. Es una inversión de 4.000 millones de pesos para la cultura de la
ciudad”. Será una edificación de cuatro pisos. Es un homenaje también al barrio
La Favorita, en el que se movían en los años 60 y 70 muchos habitantes de la
calle y varios albergues de niños de la calle. Allá había una casita en donde
muchos jóvenes aprendieron a tocar. Eso lo demolimos para crear lo que será el
nuevo conservatorio. Serán 1.000 metros cuadrados para la música.
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